Amor en las Montañas
La casa grande no había cambiado un ápice del año anterior,
desde la última vez que ella, sus dos hermanas, su tía y su madre, estuvieron
en la Finca de allá en las Montañas.
El inmenso campo seguía tan verde
y hermoso, y los dormitorios de la casa, clamando por pintura nueva en sus
descascaradas paredes, no ofrecían más comodidades que un lugar seguro para
dormir las pocas horas permitidas.
Tampoco Carlos Francisco, uno de
los capataces, había cambiado mucho, a mí más bien me parecía que estaba más
musculoso, varonil y guapo que antes, lo único que me inquietó desde nuestra
llegada, eran las miradas furtivas, que el tal Carlos, le lanzaba como
llamaradas a Lucía, mi hermana mayor.
Mi madre siempre nos decía, que
debíamos cuidarnos mucho, especialmente de los hombres de aquélla finca, éstos,
según ella, solo se aprovechaban de las chicas que llegaban a las Montañas, y
para el siguiente año, si volvían a verlas, ya no se recordaban ni de sus
nombres.
Nos acomodaron lo mejor que
pudieron, nos asignaron unos catres, con delgados colchones, pero con frazadas
limpias y lo mejor de todo, sus pequeños catres se encontraban, todos juntos,
uno después del otro.
Después de comer el "Guiso",
compuesto de fideos y carne, acompañado de tortillas calientes con café, nos
dispusimos a descansar del largo viaje, y dormir todo lo que pudierámos, para
madrugar a las cuatro de la mañana. A las cinco debíamos estar ya con los
canastos, cortando los racimos de uvas, de aquellos viñales de surcos
interminables.
No podía dormir, y trataba de no
dar muchas vueltas en el catre, para no despertar a las demás. De repente, en
la ventana de la pared de enfrente, vi pasar rápidamente una sombra, que me
hizo sobresaltar de miedo, pero más me asustó, cuando mi hermana mayor, tapada
desde la cabeza a los pies con la frazada, se levantó sigilosamente, se apretó
contra la pared de madera del dormitorio, y comenzó a buscar la salida de
atrás, desapareciendo en un instante.
No sabía si era mejor seguirla, o
esperar que regresara, de todos modos, prefirí hacer lo primero, e igual que Lucía,
dejé la estancia para salir y encontrarme con la noche fría, y con una luz de
luna blanca y muy brillante, lo que me permitió una buena visibilidad, sin
tener que encender la lámpara de gas, y arriesgarme a que cualquiera de los
vigilantes, pudiera descubrirme.
Nadie me descubrió, pero sí pude
ver a Lucía, cerca de la casa de los capataces, quien en brazos del tal Carlos
Francisco, gemía extasiada, loca y perdida en una entrega total. El hombre
fuerte y apuesto que era el capatáz, desesperadamente la poseía como si nunca
en su vida, hubiese poseído otra mujer.
Yo recordaba los consejos de mi
madre y el resguardo que teníamos que tener con los hombres del lugar, pero
sólo pude ver a mi hermana mayor entregada sin ningún tipo de prejuicios a unos
brazos que la sujetaban bien arriba, unas manos y una boca que recorrían sus
partes más íntimas, en ese momento sentí un cosquilleo abrazador en mi intimidad y recién allí
supe que me había convertido en mujer.
Hacia un buen rato, que había
regresado y seguía acurrucada debajo de mi frazada, atenta a cualquier ruido, y
con la mirada fija en la puerta del fondo. La sombra que era mi hermana, se
movía muy despacio, hasta encontrar su catre y meterse en él de una buena
vez, ya los primeros rayos del sol,
indicaban que el amanecer, se encontraba despuntando tras las montañas.
Aquella mañana, mi hermana Lucía
cantó como un ruiseñor, mientras sus manos laboriosas no dejaban un segundo de
trabajar, llenando afanosamente, su canasto con la preciada Vid. Cuando al fín
su mirada, se cruzó con la del Carlos Francisco, su rostro de óvalo perfecto,
se gastó una sonrisa angelical, iluminándolo de rayos dorados, como si esa
madrugada, en vez de besos, se hubiera tragado el sol.
Vladimir Gutierré
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