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Toledo, una historia de capa y espada

domingo, 1 de septiembre de 2013

Toledo, una historia de capa y espada en la ciudad de la España imperial

A media hora en tren de Madrid, se encuentra una de las ciudadelas más encantadoras de Europa, Toledo. La historia resuena en cada plazoleta, cada esquina, cada mirador que asoma al Tajo.

Impactante. El Puente de Alcántara, declarado como Monumento Nacional, se asienta sobre dos arcos de medio punto, bajo los cuales discurre el río Tajo.
Por Ricardo Luque / La Capital
Ala distancia, desde el portal de la estación de trenes, la ciudad amurallada apenas se alcanza ver entre la bruma de la mañana. Luce cansada, como un gigante que se despereza después de un largo sueño. Paredes descoloridas, llenas de arañazos, golpes, arrugas; torretas de ventanucos oscuros que hacen un esfuerzo enorme por seguir en pie; tejados que supieron ser firmes, vigorosos, recios para soportar las nevadas, los vientos furiosos del norte, los embates de la guerra y la paz.
   Atrás las espaldas la locomotora ronronea envuelta en volutas de humo, mientras imagina un nuevo destino. Acaba de llegar desde la gran capital, Madrid, y es el primer tren de la mañana. Hasta que no se detiene por completo el andén es un desierto donde no queda ni la nostalgia de las despedidas. Al abrirse las puertas de los vagones una marejada de turistas corre en busca de la salida a los trompicones, sin pensar, sin perder tiempo, apurados, como si les fuera la vida en llegar primeros.
   Ya en la calle, después de chequear el mapa, de mirar a un lado y al otro, de esquivar no sin cierta elegancia la insistencia del chofer que quiere arriarlos como ganado a que suban a un bus turístico que no están dispuestos a pagar y mucho menos a disfrutar, buscan el Paseo Rosa, que bordea el cauce manso del río Tajo, que tantos dolores de cabeza les dio en las pruebas de Geografía en la secundaria, y se encaminan en busca de la Puerta de Alcántara, la entrada obligada a la ciudadela.
   Acaso haya otra forma de llegar hasta la cima, pero trepar las escalinatas que bordean la ladera de la colina explica porqué Toledo está donde está. Su ubicación es ideal, desde sus murallas la mirada alcanza al horizonte, a un lado y al otro, nadie puede siquiera soñar acercarse sin ser visto, y llegar hasta el corazón de la ciudad requiere vigor y coraje, aún después de sortear el amplio meandro que forma el curso de agua que rodea al castillo. Sin lugar a dudas, es una fortaleza inexpugnable.
   Sobre la Puerta de Bisagra, la entrada obligada al alcázar, tallado sobre la piedra, está el escudo imperial de Carlos V, impone respeto, acaso temor al imaginar la ciudad en los tiempos de esplendor de los Reyes Católicos, la inquisición y las cruzadas. Frente a los ojos furiosos del águila bicéfala de cal y canto, se sienten, como si estuvieran ahí, al otro lado del muro, el choque las espadas, el taconeo de los cascos de los caballos, el olor rancio de la batalla, la sangre, el sudor, las lágrimas.
   “Winterfall”, murmura el hombre mientras señala en lo alto de un techo de tejas la nieve que se escurre lentamente al calor del sol de la mañana. El muchacho, su hijo, que hace tiempo ha dejado de ser un niño, asiente con la mirada y sigue su camino. Ambos saben de que hablan, “Guerra de Tronos”, el castillo de los Stark, los héroes caídos en desgracia por la fidelidad de un hombre a un viejo amigo, que el destino convirtió en rey y en pájaro de mal agüero para los que lo quisieron a pesar de todo.
   En Toledo se respiran las historias de caballería que le gusta contar a Arturo Pérez Reverte cuando no escribe sobre marineros condenados a vivir en tierra firme. En el laberinto de sus callejuelas empedradas, que invitan a perderse y a volver a encontrase, se imagina la noche, el viento que silba entre los hierros forjados del cartel de una fonda que hace rato que bajó la persiana, y el ruido de pasos a las espaldas. El filo de la hoja de un cuchillo que desgarra el aire con una estocada fatal.
   Nada de eso pasa más que en la imaginación de los viajeros que se dejan llevar por la literatura, el cine, el pasado de una ciudad de mitos y leyendas. La Toledo de hoy es coqueta, amable, con tiendas que venden espadas de doble hoja, mango forjado en metales preciosos, aceros capaces de partir a un hombre por la mitad y que, con suerte, dormirán el sueño de los justos colgados en la pared de un living de dudoso gusto, en la casa de un burgués de barriga gorda y pensamientos negros. Aquí y allá hay vidrieras que exhiben proezas de mazapán, deliciosas, imposibles.
   Al voltear la esquina se puede dar con una casa de venta de souvenirs, donde ofrecen escudos de las casas más antiguas de la ciudad mezclados con postales y chucherías que, al armar la valija, es inevitable pensar por qué se tomó la peregrina decisión de comprarlas. También, un museo de antiguos instrumentos de tortura, que de solo pasar por la puerta se estruja el corazón, y un sendero serpenteante que no llega a ninguna y parte y tiene un nombre de película, “Callejón de la soledad”.
   Después de andar un rato largo, mirando balcones desde los que asoman las flores que sólo los españoles pueden amar apasionadamente, esquivando turistas que se paran en seco para desenfundar la cámara de fotos y apuntar vaya uno a saber qué maravilla que inesperadamente asomó a sus ojos, nace la necesidad de hacer un alto en el camino en una terraza soleada y tomar un tentempié rápido, regado con una cerveza Domus, que es clásica, artesanal y acaso la más rica de Toledo.
   Un buen lugar es la cervecería Dragos, que tiene un dragón de hierro sobre la puerta y queda a unos pocos pasos de la Plaza Zocodover, donde los toledanos celebraban sus fiestas, las corridas de toros, aunque también, en tiempos de la Inquisición, los Autos de Fe y las ejecuciones. La plazoleta que ganó su nombre de los árabes, que la bautizaron “mercado de bestias”, a pesar de que gente la llamara “el martes”, porque ése fue día que eligió Enrique V para que el pueblo montara ahí un mercadillo.
   Sentado en uno de los taburetes de la barra que da a la calle, con una tabla de ibéricos y tiempo de sobra, se puede ver la gente pasar, imaginar quién es quién en la marea de propios y extraños que baja por la Calle Sillería, jugar a que el abuelo de saco oscuro, gorra calada y pañuelo al cuello que camina con paso firme es un personaje de El Greco, alto, delgado, con una barba puntiaguda en el mentón y una mirada que hiela la sangre. Esconde un secreto, seguro, que nunca nadie sabrá.
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