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Puente de Carlos, el mayor ícono de la ciudad de Praga, siempre solitario.

domingo, 27 de octubre de 2013

Un puente demasiado lejos, el mayor ícono de Praga, solitario, bucólico y romántico

La idea que se tiene de las ciudades antes de conocerlas suele ser distinta a la realidad. En los folletos turísticos, el Puente de Carlos aparece vacío, en penumbras, misterioso. La verdad es otra. 

Las fotos de los catálogos turísticos muestran al Puente de Carlos, el mayor ícono de la ciudad de Praga, siempre solitario.
Por Ricardo Luque / La Capital (rluque@lacapital.com.ar)
Un rectángulo de cielo, un poco más grande que la palma de una mano, eso es lo que se ve desde la ventana. Limitado por un marco de madera gastado, viejo, trabajado con esmero y aún así no pudo evitar que el paso del tiempo le dejara cicatrices. No son profundas, pero están ahí, imborrables, y si se acaricia la superficie se sienten a flor de piel. Más allá, la tarde, que empieza a perder terreno, que languidece, mientras el día dice adiós para siempre.
Hace un rato que llegó a la habitación, cansado, con los pies adoloridos, feliz. Fue una jornada larga, extenuante, que arrancó temprano, cuando las calles estaban silenciosas, apenas iluminadas por los primeros rayos del sol. Se había levantado al alba, con el pitido cruel de la alarma del celular. Lo había hecho en contra de sus principios, había prometido, hace largo tiempo ya, que en vacaciones no hay horarios, para nada, para nadie.
Pero quería sacarse una duda que le carcomía las entrañas desde que llegó a Praga, contento, ansioso, entusiasmado por conocer la ciudad en la que había nacido y vivido uno de los grandes héroes de su juventud, Franz Kafka. Venía del sur, acompañado solo por una mochila gorda, pesada, que le servía de almohada cuando, cansado de ver como la Europa del este pasaba frente a sus ojos perfecta, hermosa, veloz, luminosa, caía rendido.
Resignado, como todo viajero que huye, se había abandonado a suerte y había perdido. No había reservado alojamiento, sin pensar que podía resultarle tan difícil conseguir dónde pasar la noche. Anduvo de acá para allá, preguntó en hoteles, algunos que excedían largamente su presupuesto, en la oficina de turismo, hasta en una casona de aspecto señorial y un olor de los mil demonios donde le dijeron que alquilaban cuartos, y nada, nada de nada.
Terminó en un hostel de mala muerte, que pescó en una página de internet en un locutorio y que, cuando llegó a la puerta, le pareció acogedor, seguro, amable. Acaso no lo fuera, ni por las tapas, pero, al cabo de un tiempo, cuando las esperanzas empiezan a flaquear, la perspectiva de las cosas cambia y mucho. Ese lugar donde ni se le hubiera cruzado por la cabeza entrar a preguntar si tenían lugar lucía como el paraíso, aunque no lo fuera.
Cuarto compartido, un baño por piso, eso era todo lo que había, eso era todo lo que necesitaba, deslizó la tarjeta, firmó la ficha y se arrastró escaleras arriba, el cuarto quedaba en la segunda planta, llegó a los tumbos, lidiando más con el peso de su cuerpo que con el de la mochila. Al abrir la puerta se encontró con un espacio mínimo, cuatro camas, en una alguien dormía tapado hasta la cabeza, un escritorio y una ventana a un patio interno.
No pudo esperar, se deshizo del equipaje y, con las pocas fuerzas que le quedaban, se encaminó hacia el Puente de Carlos. Quería verlo a la luz de la luna, como lo había soñado, como lo imaginaba desde que vio como Tom Cruise perdía uno a uno de sus espías en “Misión imposible”, la película, la primera, la que juega, la que dirigió Brian de Palma. Estaba ansioso por acodarse en la baranda y ver correr las aguas oscuras del río Moldava.
El camino era corto, nada queda lejos en Praga, y aún sin mapa es imposible perderse, basta seguir la marea de turistas, que caminan a su aire por las calles empedradas de la ciudad vieja, para llegar a destino. Lo difícil es andar rápido, no hay forma, nadie corre, nadie anda apurado, hay que dejarse llevar por la cadencia de la ciudad. Andar paso a paso, en calma, detenerse cuando vale la pena, sin pensar en el tiempo, ni en las pérdidas.
Después de cruzar la Plaza de la Ciudad Vieja, haciendo un esfuerzo para no sentarse en un café a tomar una cerveza helada, se detuvo ante el Reloj Astronómico, un prodigio mecánico medieval que inspiró mitos y leyendas. Hipnotizado por el brillo metálico de los cuadrantes que marcan las horas, las posiciones del sol y la luna y los signos del Zodíaco, tembló cuando quedó cara a cara con la Muerte, ese esqueleto implacable que mata el tiempo.
Sacudió la cabeza, como queriendo deshacerse de los pensamientos, y siguió adelante, un callejón, una vidriera iluminada por una luz enfermiza y, después de dar la vuelta a un edificio de paredes ajadas, como la piel de un anciano, el puente y la desilusión. Ahí estaban las estatuas de piedra, el piso de adoquines, las lámparas de gas, pero también un gentío bullicioso que impedía viera lo que había ido a ver, tal como lo había imaginado.
Tomó aire, una bocanada larga, profunda, se miró la punta de las zapatillas y avanzó pisando fuerte. Estaba decidido a cruzar, a los codazos si era necesario. Y lo fue, el puente era un pasillo estrecho, mucho más de lo que había imaginado en el cine, y estaba repleto de gente, músicos callejeros, vendedores ambulantes, parejas de enamorados y turistas empeñados en parar el mundo cada vez que se les venía en ganas sacarse una foto.
Intentó esquivar a la muchedumbre a los tumbos, casi lo logró, al menos llegó al pie de la estatua de San Juan de Nepomuceno, se sacó de encima a unos estudiantes alemanes que hacían muecas para las cámaras de fotos y apoyó la palma de la mano izquierda en la base. Se tomó un instante para pensar y, tal como marca la tradición, pidió cinco deseos, a sabiendas de que sólo le sería concedido uno. Lo aceptó mansamente y emprendió el regreso.
Ni bien abrió la puerta de la habitación comprobó que el primer deseos no le había sido concedido. La cama ocupada seguía igual, bajo una manta descolorida dormía su compañero de cuarto, en la posición en la que lo había dejado al marcharse. “Todavía tengo chances de ver el puente como siempre lo soñé, solitario a la luz de la luna”, pensó y puso en hora el despertador. Se durmió con una sonrisa, confiado de cumplir el deseo.
Datos útiles:
  • Dónde parar: Prague Square Hostel, Melantrichova 471/10, excelente ubicación, a minutos de las atracciones más importantes de la ciudad. www.praguesquaraehostel.com
  • Dónde comer: Barco Matylda, Masarykovo Nabrezi, restaurante del barco hotel amarrado un kilómetro al norte del Puente de Carlos, con una excelente vista de la ciudad.
  • Imperdible: Museo Franz Kafka, Cihelna 2b, la mejor forma de conocer la tormentosa relación entre el autor de “La metamorfósis” y la ciudad en la que nació y vivió toda su vida. www.kafkamuseum.cz
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